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La ilustración ibérica

de Leopardi, y, lo que más importa para el caso, más divertido, menos doloroso. Estos orientalistas no se aburren: se duermen, y sueñan formas hermosas, libres de la congoja metafísica. El ateísmo de Leopardi está continuamente ligado a un espiritualismo que, una vez muerto Dios, encuentra inerte la naturaleza, estúpida, como la llama el Sr. Feuillet en una novela que está publicando estos días(1) (Honor de artista). Por eso la poesía de este desgraciado genio (de Leopardi, no de Feuillet) que para mí simboliza mejor su poesía, su carácter poético, es la canción de un pastor a la luna en una llanura de Asia. Nunca olvidaré el día, la hora, el sitio en que por vez primera devoraron mis ojos y tragó mi corazón aquella hiel. Aquella mañana de setiembre, calurosa, cenicienta en el cielo, había yo tenido una extraña crisis nerviosa: había inventado salir a la huerta, al sentarme a almorzar, porque la casa se me venía encima; me ahogaba de tristeza, de imposibilidad de vivir así, si el mundo seguía pareciéndome tan inútil, tan descompuesto, tan ilógico, tan partido en moléculas sin cohesión... Me agarré a mi madre, di gritos de angustia, de espanto, y salimos juntos a la huerta. Paseamos un poco bajo las parras que formaban un pórtico. Ella me daba el brazo, me consolaba con frases que, por lo mismo que no llegaban a la inteligencia de mi desazón, de mi disparatada aprensión respecto de la realidad que me rodeaba; por mismo que eran una afirmación del mundo normal, lógico, bueno, una verdadera petición de principio; me confortaban, me distraían de mi alucinación interior, de mi locura pasajera inefable. Entre el cariño y el buen sentido me iban volviendo a la realidad verdadera, sana, consistente, continua. Pasó la angustia que llamaré intelectual impropiamente. Nos sentamos sobre el pretil de la muralla que daba sobre el corral de abajo. ¡Oh, qué inolvidable aniquilamiento el que sentí un minuto después de sentarme! Ha dicho un crítico francés de los del día que el dolor físico es, si hablamos con sinceridad, mayor que el moral, en suma. Yo no lo afirmo, pero en aquella ocasión el terror de lo que sentí fue entonces superior con mucho a la angustia y a la locura de poco antes. Ello era que se me iba la vida por la espalda. Aquello no se llamaba morirse: era irse... escapar todo por la espalda, cayendo... cayendo, alejándome de mi madre, que, agarrada al mundo, a la materia, de que ella era parte, se quedaba allá lejos, desvaneciéndose, sin comprender mi mal, inútil para mí a pesar de su cara de compasión y de angustia. Me tendía los brazos, que a pesar de tocarme no llegaban a mí, ¡ay!, no llegaban a la región en que yo sentía el espanto y también el cariño que llevaba ella dentro, como un niño en una cuna olvidada. Yo volvía atrás, volvía atrás, a la primera infancia... pero no para entrar en el seno de mi madre: para alejarme de él, cayendo, cayendo en la nada, que me invadía.

... Volví a la vida entre besos, lágrimas y abrazos de mi madre, más un poco de azahar, que llegó a tener para mí, a fuerza de usarlo, algo del olor del regazo materno. Mi madre creía en el azahar como en las oraciones. –La oración –pensaba ella– es medicina para los creyentes: el azahar para los nerviosos.


Clarín

(Se continuará)