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La ilustracion iberica

por culpa de los pícaros libros y de las endiabladas filosofías; ella, que jamás leyó nada mío, que hubiera sido el último de los lectores... que no leen, filisteos y burgueses, de que tanto he abominado cuando imitaba a Heine y demás; ella, tan buena católica apostólica romana que cuando se trataba de discutir dogmas convertía el alma en un erizo; ella, el ángel que Dios me había puesto al lado de la cuna, era la que debía llevarme a casa de las de Pombal... para que Dios me repartiese el dolor y la dicha que me tocaban en el mundo.

Cuando mi madre, tomándome una mano, me hacía estrechar con ella la de aquella señorita a quien, presentándomela, llamó «la pequeña de Pombal, Elena», no sabía que sus palabras, al parecer insignificantes, vulgares, eran toda una frase sacramental; sí, de un sacramento humano, que consiste en pasar el corazón de una mano a otra en la vida, de un apoyo y un amor a otro amor y otro amparo. Mi madre, sin saberlo entonces ni ella, ni Elena, ni yo, me decía:

–Mira, hijo: hasta aquí hemos llegado. Yo soy tu madre, que te traje hasta aquí. Esta es tu esposa, que te llevará, si lo mereces, hasta la muerte.

¡Ay! ¡No lo merecí! La vida feliz es la que va de la mano de la madre a la mano de la esposa, y de la mano de la esposa a la del misterio de la sepultura. ¡Mi madre, mi Elena, las dos muertas! ¡Y ella, lo inesperado, lo imposible, Eva, muerta también!

Clarín

(Se continuará)