LA CIUDAD DEL VICIO
la adoración en que él había quedado. Fuí un mo- mento al club. Pasaba un poco de las dos de la ma- «drugada. Nadie walsaba; bajo abat-¡ours japoneses, las velas derretíanse en los huecos de los candelabros, en mesas de juego abandonadas con fatiga, momen- tos antes; había grupos en los alféizares de las ven- tanas, grandes risotadas en las terrazas, animación de hombres hablando al mismo tiempo... En la sala de lectura, el amigo Alvares gesticulaba muy exagera- damente entre un grupo de muchachos que se des- tornillaban de risa... Pregunté:
—¿Qué diablos pasa?
—¡Ay, mucBacho, qué escándalo más elegante!... Perdiste por no estar aquí, perdístelo todo, vete a esconder en el desierto tu poca fortuna, que no estás en gracia...
—Pero ¡por fuerza es caso espantoso!l...
—Imagina tú que Castro irrumpe en el baile con la condesa española en fozlette de lujo, con un diluvio de brillantes... Estaba todo lleno de señoras... lo mejor... Apenas la vieron aparecer, fué una des- bandada general. El Director del servicio quiere ex- pulsar a la mujercita, Castro va a pedir satisfacción, ármase una gran algazara... ¡Ah, me gustó mucho, qué juergal... El caso es que esto se anima. En los otros años era una sosería... Pero ahora muy bien... Voy a interpelar a la dirección...
—Y yo a dormir, respondí apretando las manos a dos contertulios.
En la calle ví a Guimaraes padre, tesorero del Banco, hablar despacito con el Vizconde de Paredes
— 203 —