Página:DAlmeida Ciudad del Vicio.djvu/78

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Era entonces menester desatascar todo aquello, cargar sacos de azúcar, costales de bacalao, barriles de arenques y de manteca, cajas de golosinas; había que lavar el suelo; en fin, todas las precauciones exigidas... Y siempre él, el más débil y pequeño de todos, cargaba con esos trabajos pesados y aguantaba las reprimendas... Dos o tres veces, Pinto, insinuándoselo los depen- dientes, le había azotado con una cuerda mojada, porque se quemaba el café, porque tenían moho los azucarillos, y ulgunas veces porque las cucarachas invadían los cajones de la tienda. Era el juguete de las intrigas del almacén, el punto obligado de las chacotas villanas de los dependientes, el blanco de las regañinas y la víctima de los delirios viciosos, de esos tres 2 cuatro encarcelados brutales que soio podían dejar la tienda tres horas cada quincena...

En los días agrestes en que se veía forzado a resi- dir en el zaguán, sentía a veces, ya en los últimos tiempos, a cada bocanada de viento, picazones in- teriores, ardores mortales en el pecho, opresiones vagas, un malestar indefinido... Y aquello coincidía con una sensación de debilidad general, dolores en las articulaciones, entumecimientos de miembros y vértigos frecuentes... El tercer invierno fué el más terrible, y en una mañana en que la fiebre le caldea- ba y el delirio le hacía decir incoherencias, cuando furiosos los dependientes le iban a sacar de la cama a puntapiés, advirtieron su respiración jadeante, le vieron los ojos sin luz y bajaron con miedo... Y cuando anocheció, aún en mangas de camisa y

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