descansara, que por la tarde lo conducirían con la autoridad del lugar. El muchacho comió, bebió y cayó profundamente dormido.
Cuando despertó, salió de la habitación. A sus pies estaba la plaza ahora desierta y en completo silencio. El Señor de los Dardos de Fuego acababa de ocultarse bajo el horizonte. El cielo estaba de un azul intenso y algunas nubes que decoraban la tarde, empezaron a cambiar de colores. Las aves pasaban volando en parvadas, con sonoros cantos, en dirección al interior de la selva. La tibieza del ambiente y el olor de la selva, impregnaban un sentimiento de bienestar y gozo.
Llegó entonces el anciano. Llevaba una antorcha en la mano y le pidió que lo siguiera. Cruzaron la plaza y se dirigieron a la gran pirámide elíptica. Subieron por las escaleras del lado Este. Siguió la trayectoria de ascensión, tal como se mueven las serpientes.
Al finalizar el ascenso de las escaleras se encontraba una habitación. El anciano se quedó en la puerta e invitó al joven a pasar. El interior era pequeño y estaba en penumbras, un fuerte olor a copal inundaba la habitación. Escuchó una voz que le daba la bienvenida y le preguntó; quien era, de donde venía y cuál era el motivo de su presencia.
Hasta ese momento Águila Nocturna se dio cuenta, que tal vez por la violenta descarga que lo llevó a ese sitio, había actuado de manera inconsciente e instintiva, pero al escuchar las preguntas de la voz, aterrorizado se dio cuenta que él no tenía las respuestas.
El silencio era total, el guerrero empezó a sudar en frío. Su mente buscaba y rebuscaba en la nada, y con pánico veía, que nada llegaba. En su interior, resonaban las preguntas y como en una inmensa gruta obscura. Empezó a sentirse mareado y la penumbra de la habitación, se convirtió en obscuridad total.
Una inmensa angustia, empezaba a desbordarse de su pecho. Hizo un gran esfuerzo por recordar y nada podía llegar a su mente.