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brillar por sí mismos. La primera estrella de la noche apareció y el mar despidió el día con potentes tumbos, que azotaba en las indefensas playas.

Águila Nocturna caminaba a la orilla del mar. La playa era barrida por el agua de las olas, que después de estrellarse corrían hacía arriba, alisando a la arena. Diminutos cangrejos aparecían de la arena, dejando sus huellas pequeñas y nerviosas, después de que la resaca se regresaba ruidosa y juguetona a juntarse con el océano. El mar y la arena zumbaban, como una gigantesca caracola. El aire olía a sal. La brisa volaba los cabellos de Águila Nocturna.

La noche entró poco a poco, venía de atrás de las montañas de la sierra de Apaneca Ilamatepec. El fósforo marino iluminaba la playa. Águila Nocturna seguía caminando, cuando en la lejanía vio una pequeña fogata a la orilla de la playa. Siguió caminando hacía la luz, sin ningún pensamiento, se dejó atraer a la luz como un insecto nocturno. Sentía como los dedos de sus pies, se hundían en la arena húmeda. El placer oculto de dejar sus huellas en la playa, era negado constantemente por las envidiosas olas.

Cuando llegó a la fogata que estaba iluminando la playa, la noche ya se había apropiado de la costa. Las estrellas adornaban el firmamento y la fuerza del mar había cedido. Frente a la fogata estaba un anciano preparando unos pescados en las brasas. Con unas ramas verdes, los pescados estaban atravesados y puestos a una distancia prudente del fuego.

El guerrero se sentó al lado del anciano sin decir palabra alguna. Después de un rato el hombre de cabellos blancos le pasó un guaje con agua fresca. Águila Nocturna a pesar de la sed, bebió muy poco y regreso el guaje con una expresión de agradecimiento.

La fogata levantaba columnas de fuego. Daba la impresión que las llamas bailaban enigmáticas. La mirada del guerrero estaba totalmente concentrada en sus movimientos. Parecía que se podía introducir a un mundo de misterio y peligro, en donde era ajeno el pensamiento. El

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