La luz comenzó entonces a crecer en intensidad. Había dejado de moverse nerviosa y se concentraba en el cuerpo del guerrero, el cual tomó un color casi violeta. Ya no era intermitente y por el contrario iba creciendo en intensidad, a la par del sonido que emitían la luz y el cuerpo de Águila Nocturna.
Con los ojos cerrados y con la mente en blanco, Águila Nocturna se abandonaba a la sola e intensa percepción. No había tiempo o espacio, solo energía que fluía y buscaba integrarse a la inconmensurable energía externa. De pronto, como la fugaz visión que produce un relámpago, Águila Nocturna alcanzó a percibir que la luz tenía forma de cruz.
Después de esa imagen fugaz, algo en la base del cráneo del guerrero tronó y la obscuridad cayó de golpe. La oscuridad más negra invadía todo su cuerpo, pero no había pensamientos o sentimientos, solo obscuridad y silencio absoluto.
El sonido de las olas mansas que llegaban a lamer la playa, lo trajeron con dificultad, de un remoto lugar. Escuchaba primero muy lejana y después cada vez más cerca el agua sonora que jugaba con la arena. No podía abrir sus ojos. Sentía a su cuerpo como un madero, duro y poroso, hinchado por la humedad marina. No podía mover su cuerpo, lo sentía estacado en la arena de la playa.
Habían pasado días enteros y Águila Nocturna se había quedado inmóvil, parado en el mismo lugar en que había encontrado la intensa luz.
Pasó el tiempo, sintió como el sol empezaba a declinar. Sus oídos escuchaban todos los sonidos del mundo, y uno a uno, los iba recuperando en la memoria. Empezó poco a poco a restaurar la sensibilidad de su cuerpo, iba ganando espacios que reconocía inmediatamente, hasta que sintió la plenitud de todo su cuerpo en conjunto y entonces sintió la necesidad de abrir los párpados.