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DAVID COPPERFIELD.

está esculpido en la puerta del patio, al lado del cerrojo.

— ¡Traddles! le respondí; pues en efecto habia notado sobre todo este nombre y el de Steerforth.

— Justamente, y vos, ¿quién sois? me preguntó Tommy Traddles.

Dile mi nombre, y á sus instancias contéle toda mi historia.

¡Qué casualidad tan dichosa para mí que Tommy fuese el primero que regresase al colegio! Con su carácter se rió hasta tal punto del rótulo aquel, que me evitó el embarazo de mostrarlo ó de esconderlo; puede decirse que fué él quien hizo los honores de mi presentacion á los demas compañeros, pequeños y grandes, diciéndoles :

— ¡Mirad, aquí tenemos con qué reirnos un poco!

Un poco de vergüenza se pasa pronto, y gracias á esta brusca introduccion no llamé mucho la atencion de mis compañeros, aunque hay que advertir que la mayor parte de estos volvian muy tristes y que no metieron tanta bulla á costa mia como lo habia creido en un principio. Hubo, sí, algunos que bailaron alrededor mio, como los indios salvajes bailan alrededor de un prisionero. Algunos no pudieron resistir á la tentacion de suponer que yo era un perro, para acariciarme y halagarme, como si tuviesen miedo de ser mordidos, diciéndome : « ¡Qué bonito! ¡qué bonito! » y llamándome : « ¡Jazmin! » Esto me humillaba no poco delante de personas extrañas; experimenté cierta confusion, derramé algunas lágrimas, pero en resúmen salí mejor librado de lo que creia.

No obstante, no se me consideró como formalmente aceptado en el colegio hasta que llegó Mr. Steerforth, que era una especie de cabecilla : pasaba por saber mucho, tenia un aire de distincion natural, y lo menos que me llevaba eran seis años. Me condujeron ante él como ante un magistrado, se hallaba sentado debajo de un sobradillo como hubiera estado debajo de un palio de ceremonia, y me preguntó sobre los motivos de mi castigo.

— Vamos, dijo él, es una injusticia.

Agradecí en el alma semejante sentencia.

— ¿Teneis dinero, Copperfield? me preguntó en seguida llevándome aparte así que hubo decidido sobre mi porvenir.

— Sí, siete chelines.

— Obrariais prudentemente confiándomelos, me dijo, yo os los guardaré... si no teneis inconveniente, pues nadie os obliga á ello.

Apresuréme á ejecutar aquella invitacion amistosa, y abriendo el bolsillo de Peggoty me apresuré á vaciarlo en la mano de J. Steerforth.

— ¿Quereis gastar algo ahora? me preguntó.

— No, gracias.

— Si quereis algo, ya sabeis que no teneis mas que hablar, añadió mi nuevo protector.

— No, no, muchas gracias, repetí.

— Quizás no os disgustaria gastar dos ó tres chelines en una botella de vino de grosella, que beberíamos esta noche en el dormitorio, dijo Steerforth... pues sé que sois de mi dormitorio.

— Sí, eso no me disgustaria, respondí, por mas que tal cosa no se me hubiese ocurrido un momento antes.

— Muy bien, añadió Steerforth; tambien os complacerá el gastar otro chelin en pasteles de almendra, ¿no es esto?

— Sí, eso me gustaria bastante.

— Y otro chelin en bizcochos, y otro en fruta. ¡Eh! ¡ya os veo venir, amigo Copperfield!

Al decir esto mi protector se sonreia, y yo me sonreia como él, pero interiormente no estaba tranquilo del todo.

— Perfectamente, me dijo; haremos todo lo que puede hacerse con una cantidad parecida, y os prometo, en cuanto á mí, que no me quedaré atrás. Tengo permiso para salir, y entraré nuestras provisiones á hurtadillas.

A esto se metió el dinero en el bolsillo, y añadió con benevolencia que podia yo quedar tranquilo, porque se encargaba de todo.

Fué fiel á su palabra, y no tuve nada que echarle en cara, por mas que en el fondo de mi corazon experimentase por mi cuenta cierto remordimiento en gastar así de un golpe los chelines de mi madre. Así que quedó cerrado el dormitorio y que no hubo mas luz que los rayos de la luna que penetraban á través de los cristales, Steerforth depositó encima de mi cama las provisiones, diciendo :

— Hé aquí esto, amigo Copperfield; ahí teneis con qué poder dar un banquete real.

A mi edad, con un compañero como él á mi lado, no podia pensar en hacer los honores del festin; la sola idea hubiera paralizado mi mano. Supliquéle, pues, que presidiera; mi peticion fué apoyada por los demas colegiales de nuestro dormitorio, accedió á ello, sentóse sobre mi almohada, distribuyo los pasteles con suma igualdad, y á cada cual escanció su parte de vino de grosella en un