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DE MADRID A NAPOLES

Aquel salon era muy grande y negro, y estaba alumbrado en parte por los reflejos de una enorme chimenea de forma antigua en que se quemaba dando chasquidos todo un abeto.—El resto de la iluminacion consistia en una sola vela colocada sobre la mesa redonda.—El techo y los ángulos del aposento desaparecian, pues, en las tinieblas.

Los muebles, por su parte, presentaban el mismo aspecto austero y hasta sombrío. Eran de nogal liso, grandes, oscuros, de anticuada forma. Las ahumadas paredes ostentaban alguna vista del Simplon ó de las batallas napoleónicas, y en la atmósfera flotaba una espesa nube de humo de tabaco.

Medio envueltos en esta nube y medio alumbrados por el fulgor rojizo de la chimenea, veíanse alrededor del fuego quince ó veinte hombres, todos provistos de su correspondiente pipa, vestidos unos con destrozados uniformes militares, otros con la casaquilla del paisano suizo, y dos Ó tres con sucios capotes, gorras de pieles y altas botas enlodadas, al modo de correos ó postillones.

Toda la gente civil prestaba suma atencion á uno de los soldados, que referia no sé qué cosa en aleman, mientras que sus compañeros parecian entregados á dolorosas meditaciones.

Nosotros nos sentamos á la mesa, dando la espalda al grupo, muertos de curiosidad por saber quiénes eran aquellos derrotados militares y conocer la historia que tanto interesaba á los paisanos.

Pronto vinieron á sacarnos de dudas algunos nombres propios de que estaba salpicada la relacion.

Castelfidardo... Pimodan... Lamoriciere... Cialdini... decia á cada momento el soldado, en medio de otras muchas palabras que no comprendíamos.

Era claro como la luz del sol que aquel hombre contaba la reciente Batalla de Castelfidardo , perdida por las tropas pontificias.

En esto penetraron en el comedor dos viajeros, cuyo aire mos hizo adivinar en seguida su respectiva patria.—Eran un Inglés y un Francés.

El Inglés, hombre de unos cuarenta años, de cómica fisonomía... sumamente séria, alto como un varal, con el pantalon corto y la camisa deslumbrante de blancura, recien afeitado, y muerto de frio, principió por dirigir una tímida ojeada á la chimenea, y la vió completamente ocupada; luégo nos miró á todos, de aquella manera filosófica que los ingleses miran á los demás animales, y dió muestras de dolor al observar que todo el mundo fumaba: entonces intentó irse; pero le temió al frio que hacia fuéra, y retrocedió: de resultas de todo lo cual, calóse la gorra hasta los ojos; metióse las manos en los bolsillos de su levitilla de color de café con leche, y empredió una especie de baile, que no paseo, alrededor de la habitacion, dando saltitos muy menudos con el fin de calentarse los piés...—¡Estaba divino!

El Francés, jóven, elegante, de vulgar fisonomía y con aparencias de commis voyageur, siguió el sistema contrario.—Llegóse á la chimenea1