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DE MADRID A NAPOLES

Entre las veinte personas que comen al mismo tiempo que yo, no figura una mujer agradable ; no tengo ni un amigo; no hay siquiera dos personas que se conozcan. — Reina , pues, un silencio sepulcral...

Yo me acuerdo de la table d'hote de Turin , de Iriarte , de las inglesas... Yo me acuerdo después de España, do aquellas amables familias madrileñas que dan hospitalidad en su mesa á los hijos pródigos, librándolos así de la esquiva soledad de las fondas y casas de huéspedes , y póngome melancólico, y reniego de mi viaje, y creóme el hombre más desventurado del mundo.

Pero pronto viene á consolarme la idea de que todos los que callan en torno mió se encontrarán en mi mismo' caso. — A mi izquierda come un joven aleman, y á mi derecha un joven inglés. — Uno y otro llevan su nacionalidad impresa en la fisonomía. — En frente de mí hay un caballero que me mira tenazmente, y cuya patria no he podido adivinar. Yo lo miro también, pareciéndome haberlo visto en otra parte. — Será ilusión mia...

El aleman que tengo á la izquierda no habla una palabra de italiano, y me suplica que diga á un camarero no sé qué cosa. — Yo lo complazco, sin darme cuenta, al principio, del idioma en que me ha dirigido la súplica...

La mesa es muy larga, y más de la mitad se halla desierta, como un arenal, como una pampa, ó como el Valle de Chamounix cuando yo lo visité.

Al extremo de ella acaban de colocarse de pié tres fatídicos espectros armados de instrumentos músicos.

Son tres artistas callejeros, vestidos con una elegancia que da espanto...

Empiezan á tocar... — ¡Hé aquí el terceto final de Hernam! — Pláceme la elección.

Ella... — porque hay una ella (y por cierto joven y hermosa, aunque lúgubre como el hambre), — ella toca el violin. Un hombre de treinta años lleva la voz cantante en un clarinete. Un pobre viejo toca el violón... — el violoncello, quiero decir. — El resultado es admirable. — ¡Infelices! ¡Tan artistas y pidiendo limosna.

De pronto asáltame el recuerdo, ó bien despiértaseme la conciencia de que acabo de oir hablar en español. — El eco de la palabra usted resuena en mis oidos... ¡Y ha sido el alemán quien la ha pronunciado!.... ¡no tengo duda!

Interpelóle sobre el particular, y resulta que el joven habla el castellano como Cervantes. — Es hijo de Prusia; pero hace ocho años que vive en la América española, representando una casa de comercio y acreditado como cónsul de Dinamarca en la capital de una república del Sur.

La circunstancia de tener yo amigos muy queridos en aquella aparta- da región, y amigos que él también conoce, acaba de relacionarnos.

H. de V..., que así se llama el prusiano, ha venido á Europa á ver á