mada, más que modesta; sublime, sin embargo, y para la cual debió de servirle de modelo la menor de las Doni;—el conocidísimo San Juan en el desierto, y digo conocidísimo, porque hay muchas copias de él en Europa (copias hechas en el mismo taller de Rafael por sus ilustres discípulos, y tan parecidas al original, que llegaron á confundirse con él); — la Madonna del Pozo, acaso la menos bella de todas las que creó el de Urbino, y muy parecida á la mayor de las hermanas Doni; — y, últimamente, un Retrato de mujer, que unos dicen ser la Fornarina, mientras que otros lo niegan, no faltando quien dude que sea obra de Rafael.
Si es ó no la Fornarina, ya lo juzgaremos por nosotros mismos cuando veamos en Roma retratos incontestables de aquella célebre belleza. En cuanto á si es ó no de Rafael, yo soy de los que se inclinan á negarlo. El pintor de las Vírgenes no dio nunca muestras de ser gran colorista, y la Fornarina de Uffizi es un prodigio de color. Como quiera que sea, la figura de que hablamos es una hermosísima mujer y una hermosísima pintura. En la mujer no se cansa uno de admirar los negros y ardientes ojos, la altiva y serena frente, la cariñosa boca, las formas atrevidas del talle, aquellas trenzas negras coronadas de mirto, y aquella suave tez de los brazos y del cuello, bajo la cual parece que se ven fluir torrentes de calorosa sangre. En la pintura todo es perfecto: el dibujo, el color, el movimiento de la figura, la piel de pantera que pende de uno de sus hombros, el tono de las carnes, y muy principalmente aquella inteligencia magistral del claro-oscuro, que hace destacarse del cuadro á la beldad, hasta el punto de que cree uno posible envolverla y estrecharla entre sus brazos.
Mencionaré, por último, entre los demás cuadros que adornan aquel lugar, una Sagrada Familia de Miguel Ángel; tres Escenas de la vida de Cristo por Mantegna; una hermosísima Madonna de Andrea del Sarto; un San Gerónimo de nuestro Ribera, y un retrato de Carlos V después de la abdicación, á caballo, paseándose por la orilla de un mar alborotado; obra de Van-Dick.
En las demás Salas de la Galería he admirado muy particularmente las Esculturas, y, entre ellas, el famoso Jabalí griego; el Baco, el Adonis moribundo y el busto de Bruto, obras las tres de Miguel Ángel; la célebre cabeza del Fáuno, ejecutada por el mismo á los quince años; un bellísimo Ganimedes antiguo, restaurado por Benvenuto; el Orador, gran Estatua de bronce, que unos creen romana y otros griega; el busto de Cosme I de Médicis y el Casco y el Escudo de Francisco I, por Benvenuto Cellini; y finalmente, el renombrado Mercurio de Juan de Bolonia, uno de los mayores prodigios de la escultura del Renacimiento.
De las Pinturas que encierran aquellas salas, no diré una sola palabra: tanto es lo que se me ocurre decir; tan innumerables son las que allí he admirado»
Tampoco hablaré de un tercer Museo de Florencia (el de la Academia de Bellas- Artes), lleno también de maravillas; ni del Cenacolo de Foligno,