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DE MADRID A NAPOLES

Al salir de Viterbo, vemos hacia el Oriente una faja de luz que marca el límite del horizonte entre el nublado Cielo y la tenebrosa Tierra.

¡Es la aurora del gran dia! — Hœc dies quam fecit Dominus...

Por lo demás, excusado es decir que la diana de guerra con que los Galos me han anunciado el amanecer del dia de mi entrada en Roma, me ha hecho, cuando menos, tanto efecto como á Jussuf... aunque no tan agradable. — Pero no hablemos ahora de Historia ni de Política.

De Viterbo hasta Imposta , donde mudamos tiro, vamos siempre su- biendo.

A poca distancia de Imposta llegamos á la cumbre del Monte Cimino, que se alza 1,000 metros sobre el nivel del mar.

El sol ha logrado romper las nubes. La niebla empieza á levantarse. El suelo está nevado en cuanto alcanza nuestra vista.

Dentro de poco, cuando aclare completamente el dia , descubriremos á nuestros pies toda la Campiña de Roma.

Ahora no distinguimos más que muchas rocas volcánicas en torno nuestro; y hacia la derecha, el Lago de Vico, que ha sustituido al cráter de otro Volcan ; y en torno del Lago , selvas nacidas en las laderas que inundó la lava; y por todas partes... soledad, devastacion y tristeza.

¡Oh! ¡Qué tragedias tan horribles encuentra aquí la imaginacion en el mismo silencio de la Historia! — Hay quien dice, por ejemplo, que cuando el Lago de Vico está completamente sereno, se ven en su fondo las ruinas de una ciudad... — ¡Quién sabe!

Pero el horizonte se despeja... Llegó el momento...

¡Hé allí la Campiña de Roma , vasta y desierta llanura , interrumpida por leves ondulaciones del terreno!... — Hé allí los Montes de Albano, mas distantes de nosotros que la Ciudad Eterna!...

¡El cielo que vemos es, pues, el de Roma! — ¡Roma se halla dentro de nuestro horizonte sensible!

—Allí está Roma: pronto la verán ustedes...- Nos dice en esto el Pos- tillon, señalando con su látigo á una de las aplanadas colinas que rizan la monótona extension de la comarca á que bajamos...

— ¡Alli está Roma! repetimos nosotros, armados de nuestros anteojos de campaña; pero sin distinguir todavía la Ciudad de los Césares...

Asi dejamos atrás á Ronciglione; las ruinas de la Ciudad de Sutri, y el iugarejo del Monterosi ; asi continuamos todavía una hora, anhelantes, respirando apenas , y lamentando que no se hallen á nuestro lado todos los seres que amamos en el mundo, para poder repetirles, señalando á aquellas colinas: — ¡Alli está Roma!

Hemos bajado á la Campiña: avanzamos por ella...

Tenemos á nuestra derecha el Lago Rracciano, en donde hubo otro cráter, y cuyas aguas cubren seguramente la antigua Ciudad de Sabata, que se asentaba en sus orillas... '

Allá, á lo lejos, fluye un ancho rio...

¡Será el Tiber!...