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DE MADRID A NAPOLES

las puertas del Cielo, con la Palabra que castiga ó perdona, que ata ó desata, que excomulga ó dispensa, que condena ó redime...

Y, como soy malo, tenia miedo.

A medida que avanzaba hacia el Vaticano , nublábanse más y más mi entendimiento y mi memoria, y relucía con mayor brillo en mi corazon aquella Potestad suprema á cuyos pies iba á arrojarme.

Pensad — vuelvo á deciros — en lo que experimentáis al ir á confesar.

Yo no iba á confesarme con el Papa: iba á cumplir un deber de cristiano peregrino. Tampoco me movia la curiosidad: movíame la ardiente sed de lo infinito, de lo eterno, de lo absoluto, que nos lleva á todos á tantas otras cosas. — Además, tenia que pedirle á S. S. que bendijese un rosario destinado á mi madre y que le aplicase la Indulgencia Plenaria para la hora de la muerte.

Y ahora me ocurre una consideración muy luminosa en que no me he fijado en todo el dia. Yo no iba solo, ó por mi solo, al Vaticano: yo no podía disponer de mí mismo: yo tenia que pensar y sentir, sumándome con toda mi familia. Obraba en su nombre; estaba obligado á darle cuenta de mis actos; debía resumir y personificar sus afectos.

Perdóneseme este cruel análisis, y no se vea en él la última llamarada de mi soberbia. Ved lo que hay: buena voluntad en las intenciones, y sinceridad en las palabras. — He creído deber contarlo todo, y asi lo he hecho. — Ahora continúo.


Llegado á la Plaza de San Pedro, penetré bajo la columnata circular de la izquierda, al fin de la cual empieza una extensa Galería, que termina en la magnífica Scala regia, decorada por Bernini con vistosísimas columnas.

Estaba en el Vaticano.

Al pie de aquella Escalera, volví á ver á los suizos ó alabarderos del Papa, con su pintoresco traje de rayas amarillas, rojas y negras, inventado por Rafael.

Subí: al llegar al «primer piso del Palacio, un Empleado lego se enteró del objeto que me llevaba, y me dijo que siguiese subiendo; pues S. S. habitaba en el piso segundo.

En el segundo piso la servidumbre era ya eclesiástica: á lo menos, vestía ropa talar de color morado. Mostré la comunicación en que se me concedía la audiencia, y fui introducido en una vasta y no muy espléndida Antecámara, en la que me pidieron el sombrero y me dijeron que me quítase los guantes, haciéndome pasar en seguida á un gran Salón cuadrado, en el cual me dejaron solo, no sin advertirme que podia sentarme.

Aquel Salón era más suntuoso; pero todavía modesto. Adornábanlo un Trono, sobre cuyo dosel se veían bordadas la Tiara y las Armas pontificias; dos colosales braseros encendidos, en cuyas alambreras estaba mo-