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DE MADRID A NAPOLES

una sola mujer, segun quiere el cristianismo...— ¿Quién sabe?... vuelvo á decir.

Por este camino, la conversación (que yo cuidaba de no alargar; pues traíame inquieto el temordeabusar de labondad infinita de Pio IX) se prolongo algunos minutos en el tono paternal que adoptó S. S. al principio, y tuve que enumerarle mi familia y darle nimios pormenores de ella, sorprendiéndome cada vez más el interés (no atención, no indiferente cortesía) con que escucliaba mis palabras. ¡Parecía imposible que, en medio de tantos cuidados y tareas como le cercan, el Padre Santo redujese asi su espíritu y lo fijase tan completamente en mi mayor ó menor felicidad y en la manera de ser y de estar constituida una familia cristiana cualquiera de las miles de miles que componen su Imperio espiritual!

A tal punto llegó aquella situación rarísima (que yo no acierto á explicarme sino como resultado de que S. S. se encontraba cuando yo entré en su despacho en uno de esos momentos de absoluta calma de la imaginación en que nos solaza y recrea el tamo que mille en un rayo de sol ó el afanoso trabajo de una hormiga) ; á tal punto, digo, llegó aquella singularísima escena, que, sin reparo alguno me atreví á pedirle áS. S. que me diese algún recuerdo material de aquella audiencia; lo que menos le importase; lo quede nada le sirviese; un pliego de papel, una pluma...

— Algo mejor que eso voy á regalarle á usted, me dijo sonriéndose y levantnádose.

Aquí perdí todo mi valor , y hasta me horroricé de lo que había dicho, de loque había hecho. ¡Molestar al papa! ¡Dar lugar á que dejase su sillón! ¡Obligarle á andar algunos pasos!...

Muchas veces le pedí perdón de mi audacia, y le supliqué que no se incomodase... Pero S. S. se reía, y marchaba por la estancia, diciéndome afablemente:

— Estoy bueno; ahora estoy muy bueno: dígaselo usted á su familia y á aquellos de sus amigos que bien me quieran...

Y, con paso firme, salió del despacho, penetrando en la otra habitación en que daba el sol, y de que ya he hablado, cuya puerta estaba abierta de par en par.

Por aquella puerta seguía yo viendo á Pío IX , quien abría una papelera y me hablaba al mismo tiempo, aunque nos separaba una distancia de veinte pasos.

— Voy á darle á usted... (decía, interrumpiéndose á cada palabra, mientras buscaba lo que quiera que fuese en un cajón de la papelera); voy á darle á usted... una Medalla de las que acabo de hacer acuñar para los que han defendido en Castelfidardo la bandera de la Iglesia; pues, aunque usted no ha estado en Castelfidardo , estuvo en África , según dice la solicitud de audiencia , y es lo mismo ; porque al cabo todo cede en honra y gloria de nuestra santa Religión.

Yo escuchaba estas palabras y veia trabajar á S. S., medio orgulloso y medio arrepentido de lo que sucedía por mí culpa. Al fin volvió Pio IX