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Página:De Madrid a Nápoles (1878).djvu/66

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DE MADRID A NAPOLES


Estas composiciones del ilustre maestro se tocan una sola vez en la tertulia, y luego desaparecen, sin que se vuelva á hablar de ellas.

Es que su mujer las agrega á un volumen que forma silenciosamente, bajo el título de Obras postumas de Rossini, comprendiendo que cuando muera el autor de la Gazza ladra, esa coleccion de los últimos cantos del cisne se venderán por un precio fabuloso...

En esto hay una visible crueldad, puesto que se priva al grande hombre de gozar en vida sus últimos triunfos, y se cuenta con su muerte como con un nuevo mérito y aumento de valor para sus obras inéditas; pero en medio de todo no habrá quien no perdone su pecado á Mad. Rossini, en consideracion á que, si no fuera tan codiciosa, no obligarla á trabajar á su anciano esposo, y el mundo se privarla de la preciosa coleccion que conocerá con el tiempo.

Afortunadamente para mí, aquella noche se estrenaba un Lamento que el inmortal artista había escrito por la mañana.

Cuando lo vi sentado al piano para interpertar su nueva obra, esperimenté una emocion que adivinareis fácilmente.

Ver á Rossini delante del teclado, equivalía á ver á Mirabeau en la tribuna, á Napoleon á caballo, á lord Byron escribiendo una epopeya sobre el hundido muro de Corínto.

Era una cosa tan solemne como la historia; pero mucho más augusta por su palpable autenticidad.

El Lamento era una melodía sencillisíma, llena de sentimiento, y en que se advertía aún aquella gracia, aquella fluidez, aquella sublime facilidad de todas las inspiraciones de Rossini.

El insigne músico indicaba vagamente su idea hiriendo las teclas con sobria precision, como el pintor que fija su concepto con dos ó tres rasgos magistrales.

Por lo demás, su rostro no espresaba ya burla ni ironía.

— Mira cómo se le alarga la cara! me dijo Ronconi al oído.

Y en efecto, el semblante del compositor ostentaba una seriedad, una compuncion, una ternura estraordinarias.

¡Y con qué respeto, con qué veneración se escuchaba aquella música! — ¡Qué imponente silencio la recogía! ¡Qué aplauso tan amoroso la siguió!

Rossini se reía ya de sí mismo y de nuestro entusiasmo.

Después cantó Ronconi una romanza bufa de Donizetti, titulada El Trovador.

Rossini mismo se la acompaaó; y mientras todos reían al oír las sales cómicas del gran barítono, el autor del Barbero, que unía á veces su cascada voz á la de Ronconi, esclaraó dos ó tres veces en los pasajes mas hermosos:

— ¡Pobre Donizetti!

Cantóse, por último, el famoso terceto de La italiana en Argel, que hizo reír mucho á su mismo autor; sirvióse el té; hablóse de política; dieron las once, y se disolvió la tertulia.