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DE MADRID A NAPOLES


Y, sin embargo, todavía pasé algún tiempo sin darme cuenta de mis propios pensamientos, sin esplicármelos, sin atreverme á reconocer su justicia.

¿Cómo tú, — me decia yo con espanto; — cómo tú, que eres hijo de este siglo; que lo has admirado y elogiado tantas veces; que te precias de liberal; que repruebas aquellos tiempos bárbaros y criminales que precedieron á la revolucion francesa; que amas al pueblo; que vives de la cultura y por la cultura; que eres libre pensador; que sabes cuánto mejora al hombre la conciencia desús actos; que has lamentado el atraso en que se encuentra tu país, y que desearías verlo á la cabeza de Europa; cómo reniegas tú de la civilizacion, cómo te disgusta la prosperidad de la Fran- cia, cómo te entristece la libertad y el bienestar del hombre; cómo te asustas; cómo te paras; cómo retrocedes? — Díme, desventurado, ¿te has hecho neocatólico!

Sumido andaba en estas reflexiones, sin atinar con la justificacion de mis sentimientos ni dar con una fórmula que pudiese resumir mis ideas, cuando hé aquí que un día la cosa mas insignificante en apariencia me reveló todo el misterio de mis encontradas sensaciones.


Era la caída de la tarde. Venia yo de San Dionisio de ver las sepulturas de los reyes de Francia, cuando cerca ya de París, me encontré con unos obreros que acompañaban un enorme carro tirado por cuatro bueyes, dentro del cual iba un corpulento árbol entero, con ramas, hojas, raices y hasta la tierra en que se había criado. — Lo habían arrancado de un bos- que, y lo llevaban al Jardin de las Tullerías para que diera sombra á un banco de piedra que estaba demasiado espuesto al sol.

Este hecho tan sencillo sintetizó repentinamente mis cavilaciones filosóficas.

— Hé aquí (me dije) la soberbia humana. El hombre atenta á la obra de los siglos, á las leyes de la naturaleza, á la voluntad de Dios. El hombre tuerce el cauce de los ríos, horada con túneles las montañas y cambia las relaciones de los pueblos. El hombre construye un mundo artificial, valiéndose de las fuerzas productoras del planeta como de una máquina de Vapor. — Ese árbol u nacido y vivido cincuenta años en Saint-Denis, y hoy el hombre le obliga á cambiar de sitio, improvisando de esta manera la sombra y la vegetación donde primero se le antoja. Hé aquí como todo pierde su legitimitidad natural, su autenticidad sagrada, su genealogía divina. Hé aquí como todo se humaniza, se prostituye y se desordena. Andando el tiempo de este modo, ¿en dónde se podrá encontrar una verdad? ¿qué inspirará respeto? ¿qué no será farsa? ¿qué no será rebelión de los mortales contra Dios?

Cuando en adelante penetre yo en un bosque, en busca de soledad y de misterio, ya no me infundirán veneración los amores de la naturaleza, el afán con que el árbol se agarra á la madre tierra, la piedad con que la cubre de sombra y de frescura, el apoyo y compañía que da á las flores y