como un compañero de placer, sino como á un esclavo encargado de proporcionarle sensaciones fuertes y raras. A veces Llorede parecía fatigarse antes que ella en la lucha deliciosa de los sexos. «¿De veras?» «Sí; de veras... ¡Estoy muerto!...» Y Liliana, no obstante, exigía esfuerzos sobrehumanos para satisfacer su propio apetito aun no saciado. Otras veces, por el contrario, ella experimentaba un cansancio definitivo antes que él, y entonces sus labios inclementes no ofrecían á los labios enloquecidos de Carlos sino la fría resignación de los besos pasivos...
Llorede preguntábase sin cesar: «¿Qué tendrá mi mujercita? Hace un año, su único amigo era yo, y ella no vivía sino para mí. Ahora sus tristezas son tan frecuentes como sus caprichos, y en ocasiones parece que mis caricias la impacientan y que mi presencia la llena de inquietud. ¿Estará celosa? No... ¿por qué?... ¿de quién?... Las mujeres que