paisaje tranquilo compuesto de campanarios de iglesia, de músicas militares, de inmensos parque luminosos. A los catorce años, la primera pena, la separación lamentable, el capullo de su alma envenenado, el principio de las lágrimas verdaderas: ¡el convento!; ¡oh el convento y sus camas frías! Pero también, algunos meses más tarde, los primeros goces verdaderos, las primeras amistades, los primeros odios, los primeros amores... Una sonrisa algo triste plegó sus labios al recordar esos amores y al pensar de nuevo en Lucrecia, la gran Lucrecia, «su marido», «su novio», la que más la quería en el convento, la única que no la besaba con indiferencia en los carrillos, sino en los labios y en la boca. «¿Qué había sido de su Lucrecia? Quizás había muerto ya... ¡Pobrecita!»... Y en el cerebro amodorrado de Liliana, la nostalgia de sus caricias iniciales acentuóse... ¿Su padre? Sí; ella le había amado con
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Apariencia