Al volver de una fiesta que había durado toda la noche, Ernesto y Liliana pasaron frente á una iglesia, á la hora de la primera misa.
— Entremos... ¿quieres que entremos?
— Sí... entremos...
Una vez en el templo, el poeta obligó á su querida á confesarse. Luego la hizo comulgar, como Demande á Albina.
Dos horas después, ambos confundían sus besos extáticos y sus viciosas caricias en el gran lecho esculpido por el cincel prestigioso de Dampt... Y más tarde, mucho más tarde, al despertarse, sintiendo una repugnancia infinita por su adorador, discípulo de Demande, Liliana quiso de nuevo ser libre y dormir sola.
— ¡Vete!... ¡márchate!...
Todas aquellas aventuras singulares, tan pacientemente preparadas y tan nerviosamente deseadas, no dejaban en el cerebro de la marquesa sino el recuerdo brumoso de un viaje á países desconocidos,