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La orquesta preludiaba el Desfile de Gorsis, y las mujeres pedían ya sus abrigos.
Eran las cinco de la madrugada. —El cielo comenzaba á teñirse de áureos y suaves matices.
De pronto, un lacayo anunció en voz alta:
— ¡El Sr. D. Carlos de Llorede!
«¡Pobrecillo! —pensó Robert al ver entrar á su pálido amigo—. ¡Cuánto debe de haber sufrido antes de decidirse a ser feliz de nuevo!»