á «ejercer de camarera» con un entusiasmo lleno de sensual emoción. Cada prenda que sus manos desprendían del cuerpo de Liliana, dejaba al descubierto un fragmento de carne pálida, y sus labios jóvenes tenían para cada uno de esos fragmentos deliciosos mil caricias, mil besos, mil cosquilleos.
— Las medias me las quitaré yo misma...
— No, no; déjame.
Llorede quería hacerlo todo, desde el principio hasta el fin, con orgullo infantil, para que su amada no se molestase, y sobre todo por el gusto voluptuoso que su tarea le proporcionaba:
— ... Déjame; yo soy una camarera exigente, un Hércules loco que no renuncia á su dulce rueca... ¿me dejas?...
Ella le dejaba, abandonándose al placer de ser desnudada por un hombre quien su voluntad reconocía un humilde esclavo y su alma sentía un amo tiránico.
Cuando el «Hércules-camarera» tuvo