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describir el salón de María Sánchez de Thom- pson — después, señora de Mendeville — con sus muros tapizados de damasco de seda de color oro; su regia araña de plata, pendiente del techo, todo cubierto de espejos encuadra- dos en rico artesonado; su mobiliario de es- tilo, completado por un arpa y un clavicordio, en cuyas frágiles cuerdas, de cristalinos so- nes, vibraron por vez primera, según tradi- ción conocida, los graves y solemnes acordes del himno patrio; y, por último — detalle in- evitable, que no perdonan los embadurnado- res de cuadros históricos, — la vastedad de las dimensiones del recinto, en cuyo ámbito es- pacioso podían entregarse, sin tropiezo, al so- laz de la danza hasta sesenta parejas a la vez? Por interesantes que sean estas pinturas, no es mi ánimo, con todo, repetirlas. Otro, y tal vez más útil, es el intento que persigo. Pro- póngome no menos que valorar el renombre de la prestigiosa señora. ¿ Poseyó, en verdad, cualidades de excepción, de esas que desta-