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tres. ¿Puede usted guardarme las joyas? En el caso en que se me detenga, quizás podría usted hacer algo en mi favor con la intervención del señor Lunacharsky.
Le aseguro que haré cuanto pueda. Guardo las joyas y la Hevo a la Legación danesa para decir que se la aconseje sobre la manera de con- ducirse en semejante caso.
Allí encuentro al Sr. D. Pedro Darcy, que también ha recibido una convocatoria y que va a salir hacia Moscú. Le aconsejo que no vaya a esa ciudad, sino que más bien se esconda en la Em- bajada de España. Le explico el peligro que co- rre. Tal vez se le vuelva a aprehender.
Entonces me anima, diciéndome que irá en compañía de un secretario danés.
—Hace usted mal—le digo—. Eso serviría únicamente para exasperar a semejantes perso- nas. Sabe usted tan bien como yo que nada res- petan.
Pero el Sr. Darcy, afirmándose en su determi- nación, me dijo:
—Al contrario, aprovecharé la ocasión para hacerles firmar el permiso de salida destinado a las mujeres francesas y a los franceses mayores de cuarenta y ocho años.
No insisto; pero tiemblo por su suerte.
En la Legación nada es posible hacer en favor de la Sra. Cheremetefi, porque está considerada
