D;.!1:I0 DE UNA COMEDIANTA 75
—Quince rublos.
No respondi. La mitad de este precio era más que suficiente.
En ese momento, el segundo me hizo seña y preguntó:
—¿Adónde va usted?
—A Serguavskaía.
— ¡Veinticinco rublos, patrona! —respondió tranquilamente.
Entonces el tercero intervino, al ver que nada había yo arreglado y que alzaba los hombros.
A su vez me hizo repetir la dirección.
—Son cincuenta rublos—dijo.
Me di cuenta por fin de que esos hombres se burlaban de mi y que los tres habían oído muy bien mi dirección desde la primera vez que la di.
Entonces adopté para responderles el aspecto de alguien que es recién llegado al país y que no conoce los precios.
—¡Ofrezco cien rublos! —dije.
Los tres automedontes fustigaron sus caballos y llegaron cerca de mí, ya listos para disputarse la presa.
Pero, volviéndoles la espalda entre risas lige- ras, les dejé con un palmo de nariz, y huí a todo correr por una callejuela estrecha donde los tri- neos no podían pasar.
Esta lección quedará, a pesar de todo, sin efecto.