34 PAULETTE PAX
me causa una impresión muy desagradable, voy a tomar asiento en una butaca que está des- ocupada.
—¡No hay que sentarse! —exclama una voz, indignada de mi despreocupación.
Es el antipático secretario que me introdujo hace un momento,
—¡Estoy cansada! — digo, y continúo en el sillón.
Mi turno llega bruscamente, más pronto de lo que pensaba, y entrego al ministro comisario un papel preparado en el que he escrito mi instan- cia en francés. Una voz seca me hace esta pre- gunta, que estoy muy lejos de esperar:
—¿Habla usted alemán?
No pierdo, sin embargo, mi sangre fría y res- pondo:
— ¡Soy francesa!
Mal principio. Sokolnikoff, desdeñoso; mira mi instancia con descortesía, declara:
—Lo que Lunacharsky propone para usted es imposible y contrario a la ley. No puedo en- tregar a usted nada.
Al oir estas palabras, la sangre me sube al ros- tro. En un instante vuelvo a encontrar todos mis recursos, como en el teatro. Veo claramente el hombre que está frente a mí, pálido, tieso, pero muy elegante, singularmente elegante, con las manos finas y el cabello empomadado.