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charcos, llegaba al grupo de los pilluelos que estaban jugando a los huesos.

—¡Dejadme jugar un poco!—les decía.

Una docena de manos le tendía los pequeños discos de hierro con que se derribaban los huesos, y numerosas voces le gritaban:

—¡Toma el mío, Sazonka! ¡El mío!

Sazonka escogía el más pesado, se arremangaba la camisa, tomaba una postura atlética y, entornando los ojos, medía la distancia. Luego lanzaba el disco, que, con un ligero silbido, rodaba hasta en medio de la larga hilera de huesos. Los huesos caían en gran número, y los pilluelos prorrumpían en gritos de admiración.

Después de algunos golpes afortunados, Sazonka se secaba el sudor de la frente, y, dirigiéndose a los pilluelos, decía:

—¿Sabéis que Senista sigue en el hospital?

Pero los pilluelos, abstraídos en su juego, acogían estas palabras fríamente, con indiferencia.

—Hay que llevarle algo. Yo le llevaré un regalito—añadía Sazonka.

Aquello a los pilluelos ya les inspiraba cierto interés. Michka, el Cochinillo, sosteniéndose con una mano los pantalones, que se le caían, y con un puñado de huesos en la otra, decía gravemente:

—¡Llévale diez copecks!

Era la suma que acababa de prometerle su abuelo, y que, en su sentir, constituía el colmo de la dicha a que podía aspirar un mortal.