EL LIBRO
I
El doctor apoyó el tubo del auscultador en el pecho del enfermo, y prestó oído: el corazón, desmesuradamente agrandado, latía sin regularidad, producía unos ruidos como sollozos. Aquello anunciaba una muerte segura y muy próxima. El doctor comprendió que el enfermo estaba perdido.
—Debe usted evitar toda agitación. Seguramente, usted se dedica a un trabajo muy fatigoso.
—Soy escritor—respondió el enfermo con una débil sonrisa—. Diga usted, ¿es grave?
El doctor se encogió de hombros e hizo un gesto evasivo.
—Es grave, como lo son todas las enfermedades, pero... quince o veinte años sí podrá usted tirar. ¿Le bastará?—bromeó.
Y, respetuoso con las letras, ayudó al enfermo a ponerse la camisa.
Cuando el escritor se hubo vestido, su rostro se azuló levemente, y no se sabía, al mirarle, si era joven o viejo. Su boca seguía sonriendo de un modo afectuoso y desconfiado.