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lecho cálido, y por la ventana bajaba al jardín, un viejo jardín, majestuosamente severo, que acogía los más fuertes vientos con un murmullo sordo. En lo hondo reinaba un silencio de muerte, como en el fondo de un abismo; en lo alto se oía un vago rumor, que parecía el conversar de una remota multitud.
Ocultándome de alguien que, a lo que yo pensaba, me seguía paso a paso y se esforzaba en deslizar su mirada sobre mis hombros, encaminábame al extremo del jardín, donde sobre una alta colina había un vallado, tras el que, en la anchura del valle, se extendían campos y bosques y dormían en las tinieblas pequeñas aldeas. Los altos tilos silentes y severos se apartaban a mi paso. Entre sus gruesos troncos negros, al través de las rendijas del vallado y por entre las hojas de los árboles, yo veía algo extraño, extraordinario, que llenaba de terror mi alma y hacía flojear mis piernas.
Veía el cielo; pero no el cielo obscuro y sereno de la noche, sino un cielo rosa, de un matiz que yo no había visto hasta entonces, ni de noche ni de día. Los tilos poderosos, erguidos, graves, mudos, juraría yo que, como seres humanos, esperaban algo. El rosa del cielo iba siendo a cada momento más intenso; de cuando en cuando atravesábanlo los reflejos lúgubres de la tierra, que ardía abajo, y parecía sacudido por estremecimientos rojos. Se alzaban lentamente columnas de humo. Mientras en la tierra todo estaba agitado,