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El fuego se reflejaba en ellos, y parecían unos ojos enormes de cristal.
—¿Quién eres? ¿De dónde vienes?—le pregunté—. Tienes sangre en la cara.
Se tocó con los dedos flacos la mejilla, se los miró después y volvió a clavar los ojos en el fuego.
—¡Arde!—repitió sin hacerme caso—. Arde sin cesar.
—¿Sabes cómo se puede pasar por ahí?—pregunté, apartándome un poco.
Había comprendido que aquel hombre era un loco de los que aquel verano terrible abundaban tanto en la comarca.
—¡Arde!—volvió a decir por toda respuesta—. ¡Caramba, cómo arde!
Y se echó a reír alegremente, dirigiéndome una mirada afectuosa y balanceando la cabeza. La campana calló de pronto, y el silbido de las llamas se hizo más sonoro. El fuego se movía como si fuera un ser viviente, y tendía, lánguido, sus largos brazos hacia el campanario, mudo a la sazón. Al mirarlo de cerca, el campanario me pareció más alto. En vez de un traje color rosa, tenía un traje rojo. Arriba, junto a las campanas, surgió una llamita tranquila y tímida, como la de una vela, y su pálida luz se reflejó en las curvas superficiales de bronce. La campana mayor se puso de nuevo en movimiento, lanzando sus últi mos gritos, locamente desesperados. Yo eché a correr por la orilla de la marisma, seguido de mi sombra negra.