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dejaba, que me seguía a cada paso; y no me era posible, a pesar de todos mis esfuerzos, escapar de aquel círculo sofocante de loca alegría.

A veces, aquel regocijo ejercía en mí una influencia contagiosa, y yo empezaba a reír también, a gritar, a cantar, a bailar, y me parecía que todos giraban a mi alrededor como en una borrachera máxima. ¡Y, sin embargo, estaban todos tan lejos de mí! Me encontraba horriblemente aislado tras aquella horrible careta.

Al fin me dejaron tranquilo.


Con cólera y miedo, con indignación y ternura al mismo tiempo, me acerqué a ella y le dije:

—¡Soy yo!

Sus párpados se levantaron lentamente, en un gesto de asombro; sus ojos lanzaron contra mí un haz de rayos negros, y oí una risa sonora, alegre, viva como él sol de primavera.

—¡Sí, soy yo! ¡Soy yo!—repetí sonriendo tras mi careta—. ¿Por qué no ha venido usted hoy?

Pero ella seguía riendo, con una risa alegre, irresistible.

—¡He sufrido tanto! ¡No podía más!—continué, esperando, con el corazón oprimido, su respuesta.

Pero ella reía, reía. El fulgor negro de sus ojos se había extinguido, y la risa alumbraba su faz. Era el sol, pero un sol ardiente, implacable, cruel.

—¿Qué le pasa a usted?—le pregunté.