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parentes de cigarra se estremecían ligeramente bajo la luz que se proyectaba sobre él, y se le creería vivo, a punto de alejarse. Sus manecitas sonrosadas, de dedos modelados con suma elegancia, se elevaban al cielo, lo mismo que su cabecita de cabellos rubios, como los de Kolia. Pero había algo en el rostro del ángel que no existía en el de Kolia ni en el de los otros niños. No lo iluminaba la alegría ni lo contraía el dolor; se veía en él el sello de otro sentimiento que no era posible determinar con palabras. Sachka no comprendía qué fuerza misteriosa le arrastraba hacia aquel angelito; pero se le antojaba que le conocía y que le había amado siempre, mucho más que a su cortaplumas, que a su padre, que al resto de los seres humanos. Sorprendido, lleno de inexplicable angustia, arrebatado, se llevó al pecho las manos cruzadas y murmuró:

—¡Angelito... angelito querido!

Cuanto más le miraba, advertía una expresión más grave en el rostro del ángel, que parecía a infinita distancia de cuanto pasaba alrededor y no se asemejaba en nada a los demás juguetes. Los demás juguetes estaban como orgullosos de hallarse tan lindos y adornados en aquel brillante árbol de Navidad, mientras que el angelito estaba triste, y, temoroso de la luz demasiado viva, ocultábase entre el ramaje para que no le viera na die. Se le antojaba a Sachka una crueldad inaudita tocar sus delicadas alas.

—¡Angelito querido!—murmuraba.