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—¡Dame el angelito!

La señora advirtió en los ojos de Sachka una expresión nada apacible, y se apresuró a responderle:

—Bueno, bueno. ¡Voy a dártelo! ¡Dios mío, qué tonto eres! Voy a dártelo; pero ¿por qué no quieres esperar a Año Nuevo? ¡Levántate! Y no te arrodilles ante nadie: es humillante para un hombre. Sólo debe uno arrodillarse ante Dios.

—¡Tonterías!—se dijo Sachka, levantándose y siguiendo a la señora.

Cuando ésta descolgo del árbol el angelito, Sachka parecía devorarlo con los ojos, y, temeroso de que lo rompiese, no pudo evitar un gesto de aulor.

—¡Es bonito!—dijo la señora, que, seguramente, sentía darle a Sachka aquel juguete elegante y costoso—. ¿Quién lo habrá colgado aquí? Dime, ¿por qué tienes tanto empeño en que te lo dé? Eres ya un hombrecito y no sé para qué lo quieres. Yo te daría cualquier otra cosa... Hay libros con estampas... Este angelito se lo había yo prometido a Kolia. ¡Me lo ha pedido tanto!

Era mentira. Sachka se llenó de angustia. Apretó los dientes y hasta le pareció a la señora que le rechinaban. Temiendo una escena violenta, la señora se apresuró a darle el angelito.

—¡Tómalo!—dijo con enojo—. ¡Dios mío, qué cabezudo eres!

Sachka cogió el juguete con sus dos manos, que parecían en aquel instante dos resortes de acero;