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ble a la memoria humana se dibujaba la misma figura enigmática: la de un solo hombre que mandaba en millones. Existía la antigüedad muda, que escapaba a la memoria humana; pero también ella abría a veces la boca; en una vieja piedra, en un pedazo de columna, en un ladrillo, se encontraban de vez en cuando letras misteriosas que hablaban ya de uno que mandaba en millones.
Los títulos, los nombres y los remoquetes cambiaban; pero la persona del hombre todopoderoso permanecía inmutable, como si fuera inmortal. Atendiendo a que el rey hacía su aparición en el mundo y moría, como todos los demás hombres, y a que su exterior se asemejaba al de los demás seres humanos, podía considerársele un hombre: pero al tener en cuenta el inmenso poder de que estaba revestido, era más fácil suponer que era Dios, con tanto más motivo cuanto que se pintaba y se esculpía a Dios en todo semejante a un hombre.
El Vigésimo era rey. Esto quiere decir que podía hacer a un hombre feliz o desgraciado, que tenía derecho a despojar a los hombres de sus bienes, de su libertad y hasta de su vida. Por su orden, millares y millares de hombres iban a la guerra a matar y morir; se ejercía en su nombre la justicia y la injusticia, el bien y el mal, la misericordia y la crueldad. Sus leyes eran no menos imperiosas que las de Dios. Su autoridad era mayor, pues mientras que Dios no cambiaba