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rendirse de cansancio, y se duerme, come y bebe en ellas. La tierra no absorbe ya la sangre, y hay necesidad de cubrirla de paja; pero también la paja se empapa.

Han sido muertos siete mil hambres. Siete mil traidores han desaparecido bajo la tierra, para purificar la ciudad y dejar sitio a la libertad naciente.

La multitud vuelve a encaminarse a la torre donde está encerrado el Vigésimo, y le enseña las cabezas cortadas, los corazones arrancados del pecho. El los mira.

Durante estos días, la confusión y el horror reinan en la asamblea nacional. Se intenta saber quién ha ordenado los asesinatos y no se consigue. ¿No has sido tú? ¿Ni tú? ¿Ni tú tampoco? ¿Pero quién se atreve a mandar allí, donde todo el poder pertenece a la asamblea nacional? Algunos se sonríen; seguramente saben algo.

—¡Asesino!

—No, no somos asesinos. Tenemos piedad de la patria, mientras que vosotros la tenéis de los traidores.

La calma no renace. La traición crece, se multiplica, penetra hasta el fondo del propio corazón del pueblo. ¡Tanto dolor sufrido, tanta sangre vertida, y todo en vano! Al través de los gruesos muros, el soberano misterioso sigue sembrando la traición. ¡Desgraciada libertad! De Occidente llegan noticias terribles de discordias, de sangrientas batallas, de rebeliones de parte del ejército,