se prolongaba tanto el proceso del tirano? ¿Acaso intentaban de nuevo traicionar al pueblo?
En una salita obscura, inmediata al salón de sesiones, se encontraron dos diputados que habían salido a media sesión. Se miraron, se reconocieron y empezaron a andar uno junto a otro, evitando tocarse.
—¿Pero dónde está el tirano? —exclamó de repente uno de los dos, sujetando al otro por el hombro—. Di, ¿dónde está el tirano?
—No lo sé. Me da vergüenza permanecer en el salón.
—¡Es terrible! Se diría que la tiranía y la nulidad son la misma cosa. Los nulos son los verdaderos tiranos.
—No sé; estoy avergonzado.
En la salita reinaba el silencio; pero de todas partes—del salón de sesiones, de la plaza, inundada por la muchedumbre—llegaba un ruido sordo. Quizá en la multitud hablara cada uno muy quedo; mas el conjunto de las voces era algo parecido al rumor del océano.
Resplandores rojos se proyectaron en las paredes; seguramente, fuera, en la calle, se encendían antorchas. Oíanse cerca, mezclados, el ruido pesado de los pasos de los centinelas y el vivo metálico de las armas; los centinelas fatigados eran reemplazados por otros. ¿A quién aguardaban? ¿A aquel pobre hombre? ¿A aquel grotesco rey?
—Basta, sencillamente, con expulsarlo del país.