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El director, no se sabe por qué, no había concedido importancia a la declaración colectiva de la clase, y los tres colegiales indicados como presuntos autores del delito se paseaban tranquilamente por los corredores.

Por un acuerdo tácito, todos los alumnos de la clase habían guardado silencio respecto a lo ocurrido, y manifestaban gran afecto a Avramov. El que los hubiera observado superficialmente no hubiera notado en ellos cambio alguno; pero Chariguin se daba clara cuenta de que el cambio existía. Los colegiales a quienes había denunciado como sospechosos hablaban sin violencia con los demás denunciadores, y a él fingían no verle, haciendo fracasar todas sus tentativas de entablar conversación con ellos. Los demás colegiales le trataban igual que antes, a juzgar por su actitud, que no había variado. Sin embargo, un detalle, al parecer nimio, heríale profundamente: antes, en los intervalos entre clase y clase, el banco de Chariguin era como un club donde un grupo de camaradas se reunía a discutir sobre las materias más abstractas; a la sazón estaba vacío, nadie iba ya a sentarse en él. Chariguin, que gustaba de hablar y de que le escuchasen, hallábase aislado. El "filósofo" Martov se mantenía a distancia y le miraba con una estúpida expresión de miedo, como si temiese una paliza suya. Una vez, Chariguin advirtió clavada en su rostro la mirada de Rochvestvenski, que le había sido siempre afecto, y cuyos ojos expresaban