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No había en la calle ni un solo farol encendido, no se veía pasar ningún coche, no se oía ruido ninguno. Cerrando los ojos, podía uno hacerse la ilusión de que no se hallaba en la ciudad, sino en pleno campo. No tardé en oír ladrar a un perro, como en la paz rústica de una aldea. No había oído nunca ladrar a un perro en la ciudad, y prorrumpí en una risa alegre.

—¡Escucha, un perro!

Mi mujer me abrazó y dijo:

—Están ahí, en la esquina.

Un poco inclinados hacia fuera, vimos moverse algo en las opacas profundidades de la noche. ¿Qué se destruía en su negrura? ¿Qué se construía? Formas vagas movíanse, agitábanse, a modo de sombras. Empezaron a sonar los golpes de un hacha o de un martillo. Era un ruido alegre, sonoro, que evocaba el bosque y el río, que hacía pensar, en la compostura de un bote, en la construcción de un dique. Y el presentimiento de un trabajo risueño, plácido, me impulsó a estrechar fuertemente a mi mujer entre mis brazos. Ella miraba, sobre los tejados, la luna de cuernos agudos, que descendía lenta y parecía joven y alegre como una muchacho que sueña y, no atreviéndose a contarlos, oculta sus, sueños luminosos.

—Cuando la luna esté en el lleno...

Pero mi mujer me interrumpió asustada:

—No hablemos—se apresuró a decir—. No hay que hablar de lo futuro. ¿Para qué? ¡Entrémonos!