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hace, pues, muy bien prohibiendo toda manifestación de la opinión pública; a esta idea, común a todos los déspotas, une Bonaparte cierta astucia característica del tiempo presente, o sea el arte de difundir una opinión ficticia mediante periódicos libres en apariencia, a fuerza de escribir palabras sonoras en el sentido que se les mande.

Preciso es confesar que sólo los escritores franceses son capaces de amplificar así día tras día los mismos sofismas, y de complacerse en las superfluidades de la esclavitud. En plena instrucción de este famoso proceso, Europa supo por los periódicos que Pichegru se había estrangulado en la prisión del Temple; en todos los papeles apareció un dictamen facultativo que se tuvo por inverosímil, a pesar del cuidado con que estaba hecho. Si es cierto que Pichegru fué asesinado, imagínese qué destino el de un valiente general que se ve sorprendido cobardemente en el fondo de su calabozo, indefenso, sometido desde muchos días antes a esa soledad de la cárcel que abate el ánimo, y que ignora incluso si sus amigos llegarán a saber nunca qué género de muerte recibe, ni si vengarán el atentado, ni si su memoria será ultrajada. Pichegru había demostrado en su primer interrogatorio gran valor, y dícese que amenazó con probar los ofrecimientos hechos por Bonaparte a los Vendeanos respecto a la restauración de los Borbones. Algunos pretenden que le dieron tormento, como a otros dos conjurados, uno de los cuales, llamado Picot, mostró sus ma-