fué de gratitud al cielo por verme al borde del mar. Vi ondear en el Neva el pabellón inglés, emblema de la libertad, y sentí que, confiándome al Océano, podía ponerme de nuevo bajo la tutela inmediata de la Divinidad. No es posible sustraerse a la ilusión de creerse más cerca de la mano de la Providencia cuando uno se entrega a los elementos que cuando depende de los hombres, sobre todo del hombre que parece la encarnación del principio del mal en la tierra.
Frente a la casa en que yo vivía en Petersburgo se alza la estatua de Pedro I; le representa a caballo, trepando por una escarpada montaña, rodeado de serpientes que quieren detener los pasos del caballo. Es verdad que las serpientes están alli para sostener la inmensa mole del caballo y del jinete; pero la idea es poco feliz, porque, de hecho, la envidia no es temible para un soberano; sus enemigos no son tampoco los que se arrastran.
Pedro I, sobre todo, sólo tuvo que temer durante su vida a los rusos que echaban de menos las antiguas costumbres de su país. De todos modos, la admiración que por él subsiste es prueba del bien que hizo a Rusia, porque los déspotas no tienen aduladores cien años después de muertos. En el pedestal de la estatua se lee: "A Pedro, I, Catalina II." Esta inscripción, orgullosa a pesar de su sencillez, tiene el mérito de ser verdad. Los dos grandes soberanos elevaron muchísimo la altivez rusa; inculcar en el ánimo de una nación la per suasión de que es invencible, es hacerla tal, en