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selos tumbados en los escafios de las escalinatas, tan a gusto como los alemanes sobre mullidas plumas; a veces se duermen de pie con la cabeza apoyada contra la pared. Tan pronto indolentes como impetuosos, se entregan alternativamente al sueño o a increíbles fatigas. Algunos se embriagan, diferenciándose en esto de los pueblos del mediodía, que son muy sobrios; pero los rusos también lo son, y por modo increíble, cuando las dificultades de la guerra lo exigen.

Los grandes señores rusos ostentan a su modo los gustos de los habitantes del mediodía. Deben visitarse las casas de campo que han construído en medio de una isla que forma el Neva dentro del recinto de Petersburgo. Plantas meridionales, perfumes de Oriente, divanes de Asia, embellecen estas viviendas. Inmensas estufas, donde maduran frutos de todos los países, forman un clima artificial. Los dueñios de esos palacios no quieren perder el más mínimo rayo de sol, mientras brilla sobre su horizonte, y le festejan como a un amigo a punto de ausentarse, a quien conocieron antaño en más venturosas comarcas.

Al día siguiente de mi llegada comí en casa de uno de los negociantes mejor reputados de la ciudad; ejercía la hospitalidad a la rusa, es decir, colocando una bandera sobre el techo de su casa, en señal de que se quedaba a comer en ella; esta invitación bastaba a todos sus amigos.

Nos dió de comer al aire libre, por gozar de uno de aquellos pobres días de verano, de los que aún