—En fin, Vázquez, no estamos de acuerdo.
Esto lo dije con blandura, convencido de que no llevaba mala intención, esforzándome por ser afectuoso, pero con ganas de darle unos sacudones por burlón si se reía de mí, por tonto si hablaba en serio. Cuando nos separamos me fuí, sin embargo, rumiando lo que había dicho, prometiéndome leer á Montesquieu, y confesándome que sabía muy poco para legislador, aunque no mucho menos que la mayoría de mis colegas.
La ciudad se me presentaba completamente distinta de la otra vez, y mi individualidad no había sufrido las antiguas torturas al verse empequeñecida, suprimida casi. Muy al contrario, mi yo se agigantaba, pues ocupando, relativamente, el mismo lugar que en mi pueblo, el escenario más complejo y vasto me daba mucha mayor significación, para mí mismo y para los demás. El trasplante me favorecía esta vez, enriqueciéndome y vigorizándome. Había ganado en todo, hasta en lo que á sensualismo y diversiones se refiere. Las costumbres eran allí más fáciles que en Los Sunchos—hablo de la gente de cierta posición,—y no dejé de aprovechar esta circunstancia. El éxito es una aureola que deslumbra á muchas mujeres, y mi brillante aparición en la escena política, á una edad en que otros no se han puesto, casi puede decirse, los primeros pantalones largos, me hizo el niño mimado de las damas. Algunas me concedieron amables entrevistas matinales ó á la hora de la siesta, momentos propicios si los hay, porque generalmente los maridos sólo temen la infidelidad nocturna... ¡Cuánto gracioso impudor en algunas que, para el cónyuge serían, sin duda, de una desesperante mojigatería!...
Pero no se exagere el alcance de estos párrafos. Más que inmoralidad, más que licencia