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mundo, con aire indiferente, si á su juicio se presentarían ó no dificultades.

—¡Qué se han de presentar! Su diploma es como una carta en un buzón.

No decían en el Correo, porque el correo era entonces una verdadera calamidad.

Asistía como interesado espectador á las sesiones preparatorias de la Legislatura, mucho más divertidas que el resto de la monótona vida provinciana—salvo los amoríos, los bailes y las francachelas,—y me paseaba en antesalas, trabando relación con mis colegas futuros. Allí se tomaba mate interminablemente, y se hablaba de política, de chismografía social, mezclado esto con las viejas anécdotas de que somos tan golosos los provincianos.

El «recinto» de la Cámara era, en una casa vieja de pretencioso frontispicio Renacimiento, un salón cuadrado, disfrazado de anfiteatro mediante unas barandillas de madera que dejaban á disposición de la barra el fondo y los rincones, llenos de largos escaños. Las «bancas» ó asientos de los padres conscriptos eran una especie de pupitres de escuela, colocados en tres filas semicirculares y decrecientes, las mayores á lo largo de la barandilla, las menores, naturalmente, en el centro, dejando en medio un espacio vacío. En el testero del salón, sobre la larga mesa de la presidencia, el gran retrato al óleo de un prócer de la provincia. ¡Qué majestuosa me pareció aquella sala la primera vez que entré en ella, con el pecho algo oprimido, como quien penetra en un antro misterioso! ¡Y con qué religiosa atención escuché lo que se decía, pagando la chapetonada y conquistando así el derecho de no hacerlo más tarde! Los diputados decían sucesiva y enfáticamente una docena de sandeces, que entonces me parecían rasgos de elocuencia, tal es el prestigio