capital porteña repercutiría, quizás en alguna otra parte, y aunque mi provincia estuviera al abrigo de todo temor y toda sospecha, como defensora decidida de la causa nacional—eran sus palabras,—nunca es malo estar prevenido, y en épocas de disturbios cada soldado debe ocupar su puesto. Me fuí, pues, y véase cómo asocia uno egoísticamente á sus pequeñas necesidades, los más grandes intereses colectivos:
me fuí haciendo votos porque estallara no una revolución, sino toda una guerra civil, convencido de que en esta tragedia me sería más fácil desenlazar mi dramita íntimo, de acuerdo con mis deseos, es decir, quedando libre de todo compromiso.
En la ciudad me esperaba una carta de don Higinio, todavía ignorante de la desgracia que lo amenazaba. La abrí, no sin recelo. Se refería al negocio de la chacra, que marchaba muy bien, gracias á su «muñequeo». Había conseguido que la misma oposición clamara por la apertura de las calles, creyendo hacerme daño al desmembrar «una posesión feudal, que, como los castillos medioevales, dominaba al pueblo de Los Sunchos, aunque sin protegerlo ni servirle, sino á modo de dique contra su desarrollo natural». La Municipalidad fingía indignarse mucho contra aquella pretensión; pero estaba, naturalmente, pronta á ceder en cuanto él lo indicara. No era oportuno todavía, si se quería obtener una buena indemnización.
Contingencia feliz é ingrata á la vez, que me dejó perplejo. Agregábase un elemento más á mis vacilaciones que ya eran sobradas, aunque, en el fondo, mi resolución fuera inmutable.
Don Higinio, de cuya influencia política necesitaba todavía, don Higinio, que, como buen criollo, era muy capaz de vengarse sangrientamente de mí, preparando este brillante negocio,