La dejé llorando como una Magdalena, sin haber querido decirme si accedía ó no á mis pretensiones. Pero me fuí tranquilo. ¡Conozco tanto el corazón humano! La revolución acabó pacíficamente en mi provincia, no sin sangre y padecimientos en Buenos Aires, sitiada y, al fin, vencida—esta vez para siempre,—por las fuerzas de la nación.
Al propio tiempo, nacía el nieto de don Higinio, sin que lo supiera en un principio demasiada gente, así como después lo supo todo el mundo. El viejo no volvió á verme, á causa, sin duda, de la actitud de Teresa, y, avergonzado, meses más tarde, se fué á Buenos Aires con ella y el niño. Al marcharse, la pobre me escribió recordándome mis «sagradas promesas, más sagradas ahora que tenemos un hijo», y prometiéndome esforzarse por ser toda una señora que me hiciera honor en cualquier parte...
¡Oh, esperanza! ¡oh, candor! ¡oh, ilusiones! Yo, entretanto, me limitaba á observar la realidad, á utilizarla, con la vía libre, al fin.