eran molestos ó antipáticos, espiaba todos sus pasos, acciones, palabras y aun pensamientos, hasta encontrarlos en falta y poder acusarlos ante el tribunal casero; ó—no hallando hechos reales,—imaginaba y revelaba hechos verosímiles, valiéndome de las circunstancias y las apariencias paciente y sutilmente estudiadas. ¡Y cuántas veces habrá sido profunda é ignorada verdad lo que yo mismo creía dudoso por falta de otras pruebas que la inducción y la deducción instintivas!
Pero esto era, sólo, una complicación poco evidente—para descubrirla he debido forzar el análisis,—de mi carácter que, si bien obstinado y astuto, era, sobre todo—extraña antinomia aparente,—exaltado y violento, como irreflexivo y de primer impulso, lo que me permitía tomar por asalto cuanto con un golpe de mano podía conseguirse. Y como en el arrebato de mi cólera llegaba fácilmente á usar de los puños, los pies, las uñas y los dientes, natural era que en el ataque ó en la batalla con el criado ú otro adversario eventual, resultara yo con alguna marca, contusión ó rasguño que ellos no me habían inferido quizá, pero que, dándome el triunfo en la misma derrota, bastaba y aun sobraba como prueba de la ajena barbarie, y hacía recaer sobre el enemigo todas las iras paternas:
—¡Pobre muchacho! ¡Miren cómo me lo han puesto! ¡Es una verdadera atrocidad!...
Y tras de mis arañones, puntapiés, cachetadas y mordiscos, llovían sobre el antagonista los puñetazos de mi padre, hombre de malas pulgas, extraordinario vigor, destreza envidiable y amén de esto grande autoridad. ¿Quién se atrevía con el árbitro de Los Sunchos? ¿Quién no cejaba ante el brillo de sus ojos de acero, que relampagueaban en la sombra de