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oposición. De vuelta en mi capital, de nuevo al frente de la policía, y dando los últimos toques al negocio de la chacra, reanudé mi vida de holgorio, jugando todas las noches en el club, aprovechando las oportunidades amorosas que se me ofrecían, no tanto en las altas esferas cuanto en los bajos fondos, más accesibles y mucho menos comprometedores, y mis rumbosidades y mis maneras de gran señor, molestaron á mucha gente. Así como me había hecho una corte de aduladores á todo trance, así también me hice de una falange de enemigos irreconciliables, hasta en las filas de mi propio partido y entre los mismos que me «bailaban el agua delante», como vulgarmente se dice. Estos resultan los peores, porque son los que están más al corriente de nuestra vida y milagros, conocen la falla de nuestra armadura, y suelen atacarnos en la sombra, con plena impunidad. Si no fuera por alguno de mis correligionarios envidiosos, nadie hubiera recordado, quizá, que yo conservaba aún mi banca en la Legislatura, y que éste era un hecho susceptible de ser probado, más que cualquier otra de las acusaciones de mala administración, de pésimas costumbres y lo demás que nunca falta en la foja de servicios de un alto funcionario, sea porque es realmente culpable, sea porque es «necesariamente» culpable para sus enemigos ó sus competidores. En suma, yo era un hombre muy discutido; pero eso, ¿qué quiere decir, y que querría significar ahora, si yo no hiciera aquí mis «Confesiones»?

Á no tener defectos, me los hubieran inventado, y cualquier costumbre, hasta una virtud—por ejemplo, la discreción,—me la hubieran convertido en vicio, llamándola disimulo ó hipocresía. Parece que entre los hombres sólo hubiera un propósito: matar ó disminuir