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á Vázquez, pero, aunque decidido á hacerlo, buscaba la manera de no irritarme demasiado, de sacarme la muela sin dolor... del sacamuelas...

Tan evidente me pareció de pronto la intriga, que quise precipitarla, haciéndola volverse en favor mío, hasta donde fuera posible. Y apenas lo pensé, cuando lo puse en planta.

Aleccionado por mis viajes á la capital, y por la frecuentación de los grandes «restoranes», preocupábame en la ciudad de refinar mis comidas, así como refinaba el vestido y las maneras.

No sólo tenía en casa un cocinero que sabía preparar algunos pocos platos á la francesa, sino que en el hotel, en el club, en la fonda, exigía siempre cosas finamente hechas y bien condimentadas. Si ahora puedo reirme de mis primeros candorosos menús, ó, mejor dicho, minutas, entonces había muy pocos en provincia que supieran comer como yo, y que dieran á los vinos su colocación adecuada en una comida ó un almuerzo. Vázquez, cuyas tendencias fueron siempre aristocráticas, aunque él no lo quiera confesar, y que ama la vida confortable, advirtió desde su vuelta á la ciudad este refinamiento mío, y se propuso aprovecharlo, comiendo conmigo cuantas veces pudiera, aunque sin idea de gula: simplemente como un aprendiz de sibarita. Á la mesa, siempre lo mejor servida que era posible, y con los vinos más auténticos que se ponían al alcance de la mano, solíamos tener en menos, ¡cuán equivocadamente!, la sabrosa cocina provinciana y los caldos generosos que, como el Cafayate, son merecedores de toda una reivindicación.

Pero también hablábamos de otras cosas, sobre todo, de María Blanco.

—¿No se te ha ocurrido nunca ser diputado?—le pregunté una tarde, mientras comíamos en el Club, solitario.