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IV

Entretanto, el tiempo parecía haber comenzado á deslizarse más deprisa, ó bien, ahora, al poner relativamente en orden mis recuerdos, confundo algunas fechas ó salto por encima de algunos acontecimientos que se han desvanecido en mi memoria. Esto no tiene importancia alguna y no deja al presente relato menos verídico que otros escritos, pretendidos históricos, donde se hace mangas y capirotes con la verdad.

El caso es que el período presidencial iniciado cuando mi estreno de jefe de policía tocaba á su fin, y que mi amigo el Presidente se preparaba á bajar del poder, en cuyo ejercicio había logrado pacificar relativamente el país, fomentar la instrucción pública, emprender algunas obras de importancia y sobre todo dejar que las enormes fuerzas naturales de la nación comenzaran á desarrollarse por su propio impulso, abriendo un período de bienestar que nos daba las mayores esperanzas. Como en un principio tuvo que luchar en Buenos Aires con una población hostil, como algunos actos de rigor de la policía agitaron los ánimos, hasta entre el bello sexo, como, al fin, la necesidad de la paz se impuso á todos, en provincia se decía con entusiasmo que «había domado la soberbia porteña», y se le consideraba como el jefe único, no sólo de su partido sino de la República entera.

Nadie discutía sus órdenes, ni siquiera sus insinuaciones, y hubiérase jurado que el país quedaba en sus manos para siempre, aunque tuviera que ceder su puesto ó otro presidente, no siendo él reelegible según la Constitución.

¿Quién podría contrarrestar su fuerza?