La voz de Vázquez fué, como es natural, la «clamantis in deserto». Nadie le hizo caso, y Camino tuvo sus dos proclamaciones en medio de un entusiasmo popular que preparamos por todos los medios á nuestro alcance. Pero el candidato á la reelección no tardó en saber que Vázquez le había hecho fuego, cosa que no le perdonaría nunca. No. No fuí yo quien se lo dijo, no fuí yo el indiscreto ni el mal intencionado.
Vázquez no me molestaba mucho en la Legislatura, y aunque hubiera querido malquistarlo, no hubiera ido con el chisme, sabiendo que otros lo harían, por adulonería, por espíritu de intriga ó por maldad.
Casi al propio tiempo se proclamó en una provincia lejana y con el apoyo gubernativo la candidatura presidencial, que desde allí fué comunicándose á todas partes, siempre en las mismas condiciones, «como un reguero de pólvora», según decían con admiración los diarios amigos, que ensalzaban los méritos incomparables del candidato, «representante de la juventud, y, por lo tanto, del progreso, ciudadano de iniciativa, como lo había demostrado en el gobierno de su provincia, espíritu liberal, enemigo de toda hipocresía y de toda bajeza, hombre tolerante, que sería el vínculo de unión entre los estados, las sociedades, las religiones, los partidos del país», y á quien acompañarían mañana, como le acompañaban hoy, «las fuerzas más sanas y eficaces del mismo, los jóvenes de corazón entero y altas aspiraciones patrióticas».
—¡Paso á los jóvenes!—comenzamos á gritar, como gritara de la Espada en otro tiempo, en Los Sunchos.
Buenos Aires—la provincia,—celosa de su hegemonía política, aunque ésta no fuese ya más que un hecho casi legendario, quiso oponernos