Página:Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira (1911).djvu/200

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no hubiéramos hecho nada, el resultado hubiera sido el mismo. Sólo que este triunfo, provocado por el destino, sin nuestra intervención, hubo de costarnos moralmente mucho más que el que habíamos preparado con paciencia y destreza, y que no tengo para qué contar porque no se puso en planta. La casualidad no es hábil y suele cortar los nudos gordianos, sin fijarse en las consecuencias. Pero vamos al caso.

Hallábame una noche en el Club del Progreso, jugando con los amigos de siempre, cuando Cruz, el asistente del Gobernador, entró en la sala, y se me acercó, pálido y agitado. Llamóme aparte y me dió la noticia de que Camino acababa de sufrir un ataque de apoplegía, y que, según todas las apariencias había muerto ó estaba agonizando. El doctor Orlandi, llamado á toda prisa, no daba esperanzas: según él, la muerte había sido fulminante.

—¿Dónde está? ¿en su casa?

—¡No! ¡Y eso es lo «pior»! Siguiendo sus plebeyas costumbres, Camino había pasado su última hora en un sitio inconfesable.

Sin decir una palabra á mis compañeros, salí, dando orden al asistente de que callara como un muerto y dijera al comisario de órdenes que se reuniese conmigo sin perder un momento, en la casa á donde me dirigía. Corrí á una cochería, mandé atar un gran landó, y al galope de los caballos me hice llevar al suburbio norte, en una de cuyas casas había muerto el Gobernador.

Era la una de la mañana, cuando llegué:

la ciudad dormía, y, afortunadamente, no había un alma en las calles. Dos agentes policiales, llamados con espíritu previsor por el diablo de Cruz, hacían la guardia en la cuadra, sin saber lo que ocurría; creyéndome un particular,